martes, 6 de noviembre de 2012

las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen segunda oportunidad sobre la tierra...



(...) Aureliano no comprendió hasta entonces cuánto quena a sus amigos, cuánta falta le hacían, y cuánto hubiera dado por estar con ellos en aquel momento. Puso al niño en la canastilla que su madre le había preparado, le tapó la cara al cadáver con una manta, y vagó sin rumbo por el pueblo desierto, buscando un desfiladero de regreso al pasado. Llamó a la puerta de la botica, donde no había estado en los últimos tiempos, y lo que encontró fue un taller de carpintería. La anciana que le abrió la puerta con una lámpara en la mano se compadeció de su desvarío, e insistió en que no, que allí no había habido nunca una botica, ni había conocido jamás una mujer de cuello esbelto y ojos adormecidos que se llamara Mercedes. Lloró con la frente apoyada en la puerta de la antigua librería del sabio catalán, consciente de que estaba pagando los llantos atrasados de una muerte que no quiso llorar a tiempo para no romper los hechizos del amor. Se rompió los puños contra los muros de argamasa de El Niño de Oro, clamando por Pilar Ternera, indiferente a los luminosos discos anaranjados que cruzaban por el cielo, y que tantas veces había contemplado con una fascinación pueril, en noches de fiesta, desde el patio de los alcaravanes. En el último salón abierto del desmantelado barrio de tolerancia un conjunto de acordeones tocaba los cantos de Rafael Escalona, el sobrino del obispo, heredero de los secretos de Francisco el Hombre. El cantinero, que tenía un brazo seco y como achicharrado por haberlo levantado contra su madre, invitó a Aureliano a tomarse una botella de aguardiente, y Aureliano lo invitó a otra. El cantinero le habló de la desgracia de su brazo. Aureliano le habló de la desgracia de su corazón, seco y como achicharrado por haberlo levantado contra su hermana.
Terminaron llorando juntos y Aureliano sintió por un momento que el dolor había terminado. Pero cuando volvió a quedar solo en la última madrugada de Macondo, se abrió de brazos en la mitad de la plaza, dispuesto a despertar al mundo entero, y gritó con toda su alma:(...)

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